Queridos
lectores: aquí os dejo un capítulo de mi nueva novela. Espero que
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Purita Umbría estaba dedicada en cuerpo y alma a facilitar lo
antes posible el tránsito de su señora desde esta vida a la otra. Fiel a sus
planes meticulosamente trazados, agasajaba a la anciana día y noche, sin darle
ni el más mínimo motivo de disgusto. La pobre señora, que había caído en picado
y presentaba un delicado estado de salud, agradecía aquellas atenciones y mimos
de su sirvienta; eran un bálsamo para su soledad y su actual situación de
desamparo. Nadie que la hubiera conocido en el pasado hubiera podido
reconocerla en los últimos tiempos. Había perdido mucho peso y su espalda
encorvada, piel translúcida, pelo blanco y aspecto desmejorado vaticinaban un
cercano final.
Don Evaristo, el joven doctor que sustituyó al anterior, no
podía entender qué mal la aquejaba, dado que sus extraños episodios lo tenían
desorientado y no conseguía identificar los síntomas que padecía. La apatía y
falta de apetito eran las características fundamentales de la enfermedad,
alternadas en corto espacio de tiempo con fuertes episodios de diarreas y vómitos.
Así llevaba más de un año y el buen hombre no conseguía dar con el tónico
adecuado para regular su caprichoso organismo. Muy preocupado por el deterioro
de su salud, le propuso su ingreso en una clínica, para ser alimentada por vía
parenteral, ya que era la única solución viable, según su docta opinión.
Doña María no quiso oír hablar de ello y dejó muy claro que
no saldría de su casa bajo ningún concepto.
—Señora, debería usted dejar que la traslademos; allí le
harán pruebas y análisis que yo aquí no le puedo realizar —decía don Evaristo,
con su infinita paciencia.
—¡Quite, quite! —decía tozudamente—. Yo no salgo de mi casa;
lo que tenga que ser, será.
—¡Pero mujer, puede usted mejorar y ponerse buena en cuanto
averigüemos lo que le pasa! ¿Por qué no accede a ir unos días?
—Mire, don Evaristo —dijo la señora mirándolo fijamente con
sus dulces ojos—. Ya he vivido más
que suficiente, no pasa nada si me muero.
Purita, que asistía en silencio a la entrevista con el doctor,
dejó escapar unas furtivas lágrimas acompañadas de un sonoro sorbetón de nariz,
lo que hizo que ambos la miraran con afecto y ternura.
—¡Cómo quiere la sirvienta a su señora! Es conmovedor —pensó
el galeno.
—¡Ande, ande…, deje ya el tema! Mire lo que hemos conseguido.
¡Pobre Purita! —dijo la enferma—. Anda, niña, vete a prepararme un caldo de
esos que tan bien te salen y tráeme una tacita —ordenó amorosamente la señora—.
Y de paso, llévale otro a Fidela, que te lo agradecerá.
—Sí, señora —contestó la muchacha mansamente.
Una vez en la cocina y cuando estuvo segura de que nadie la
veía, Purita avivó el fuego en el que ya cocía una olla con trozos de pollo, un
buen pedazo de jamón, ajos, cebolla y algunas verduras y lo llevó a ebullición
fuerte, después de haberlo tenido un buen rato a fuego lento. Cuando ya el rico
olorcillo impregnaba toda la estancia, comprobó que estaba a punto de sal y se
dispuso a llenar dos grandes tazones con el exquisito brebaje.
Una vez llenos los recipientes, añadió un chorrito de aromático
vino de jerez y una pizca de algo que sacó del bolsillo de su delantal y que
guardaba dentro de un frasquito de cristal. A continuación, se dispuso a
servirlo a las dos ancianas. Tuvo especial cuidado de que quedara caldo
suficiente para ella y también pensó astutamente ofrecerle una taza al joven
doctor.
Sirvió primero a la señora, que le agradeció la prontitud
con una sonrisa, y ofreció otra taza a don Evaristo, que había prolongado su
visita conversando animadamente con doña María.
—¿Le traigo una tacita, doctor?
—Ah, pues muchas gracias; se lo acepto encantado
—contestó el galeno agradablemente sorprendido—. Tiene usted una joya en casa con esta muchacha —comentó el buen hombre.
—contestó el galeno agradablemente sorprendido—. Tiene usted una joya en casa con esta muchacha —comentó el buen hombre.
—Sí, sí que la tengo —agregó doña María henchida de
satisfacción.
Purita regresó a la cocina, donde preparó otra taza de caldo,
al que añadió un generoso chorro de jerez, y se lo sirvió con diligencia. Eran
las doce del mediodía y el apetito corroía el estómago del vigoroso doctor. Bebió
su caldo con deleite y se puso en pie dispuesto a marcharse. Antes de irse,
comprobó con afecto cómo la enferma degustaba su ración y un imperceptible
arrebol daba vida a sus mejillas con la ingesta del vivificante brebaje.
Cuando el galeno se marchó, Purita se dirigió hacia el emparrado,
donde Fidela entretenía su tiempo desgranando unas judías.
—¿Qué quieres? —preguntó la anciana, que últimamente veía
poco.
—Le traigo un caldito, Fidela.
—Gracias, hija, me viene muy bien.
Nadie que hubiera presenciado la secuencia hubiera podido sospechar,
dada la actitud de la sirvienta, que en los tazones, bien camuflado y diluido
en el caldo, iba una buena dosis de arsénico.
—¡Moríos ya! —mascullaba Purita mientras las servía.
No obstante, sus deseos no se cumplían con la rapidez que
ella anhelaba y esto le hacía impacientarse. El matarratas se le estaba
acabando y aquellos dos vejestorios no acababan de morirse.
—Tendré que volver otra vez a la choza de Eusebio—pensaba.
Purita había empezado a suministrar a su señora pequeñísimas
dosis del veneno sustraído. Pensó que apenas lo notaría, pues ella ya padecía
de fuertes problemas estomacales. Un poquito de aquello mezclado con la comida…
no levantaría sospechas. No obstante, a última hora, decidió incluir a Fidela,
de la que estaba más que harta. Era una temeridad y algunas veces le asustaba
pensar que alguien la descubriera; pero era superior a sus fuerzas aguantar a
las dos mujeres y pensar, sólo pensar que tuviera que hacerse cargo de la vieja
doncella una vez desapareciera la dueña de la casa, como así estipulaba el testamento
de la misma, la ponía frenética.
Cuando las dos desaparecieran, la suma que heredaría sería
más que suficiente para hacer lo que le viniera en gana el resto de sus días.
Merecía la pena arriesgarse.
El estado de salud de doña María sufría constantes altibajos
perfectamente calculados por la fría mente de Purita, que se había documentado
bien de los efectos que el veneno produciría en su organismo. A fuer de leer y
releer un pequeño librito que encontró por casualidad en la bien surtida
biblioteca de la casa, era ya una experta en la sintomatología que
experimentarían las personas que ingirieran el compuesto. Supo por el pequeño manual
que el arsénico se va acumulando en el organismo y lo va minando hasta la
muerte de la persona. Prácticamente los síntomas que producía eran los mismos
que ya sufría la enferma antes de tomarlo, por lo que sería muy extraño que
llamara la atención del doctor. A pesar de ello, sufrió un gran sobresalto
cuando oyó al galeno aconsejar a doña María que ingresara en un hospital, para
someterse a otros estudios más pormenorizados y a una opinión más cualificada.
«Tengo que ir con mucho cuidado», pensaba constantemente.
Fue entonces cuando decidió administrarle a Fidela su pequeña ración de veneno.
Si enfermaban las dos con un intervalo en el tiempo, a nadie se le podría pasar
por la cabeza que allí había algo raro; más bien pensarían que la una había
contagiado a la otra.
El veneno se hizo notar con prontitud en el debilitado organismo
de doña María, pero en Fidela no producía el menor síntoma. Sigilosamente, la
espiaba para comprobar que se tomaba los alimentos que ella le preparaba,
convenientemente mezclados con el tóxico. La mujer apuraba hasta la última gota
de caldos y pucheros, con apetito y deleite, dejando atónita a Purita, que
decidió, ante la resistencia de la anciana, volver a la choza a llevarse más
veneno y doblarle la dosis. La mujer resistía como si de un nuevo Rasputín se
tratara y engullía el veneno sin que le hiciera el menor efecto.
Purita apuró en un corto espacio de tiempo el matarratas
sustraído y se encontró en la disyuntiva de dejar de administrarlo, cosa
impensable si quería que sus planes se hicieran realidad, o acudir al chamizo
del siniestro Eusebio. Si saber por qué, los vellos se le erizaban sólo de
pensarlo. ¿Y si la sorprendía en plena noche? ¿Qué excusa pondría? Intentó
desechar los malos presagios que de forma tozuda luchaban para instalarse en su
cabeza y respirando profundamente, se dijo para sí: «Nada ni nadie me harán
desistir de mis planes; esta noche iré».
Una vez tomada la decisión, Purita emprendió una frenética actividad
encaminada en gran parte a tener la mente ocupada y no pensar más en lo que
tanto le preocupaba.
A la llegada de la noche, sirvió la cena y, bien disuelta en
la sopa que sirvió, una buena dosis de somnífero, como hacia siempre que quería
dejar a las dos ancianas profundamente dormidas. Sin el menor atisbo de piedad
para ellas, que estaban totalmente a su merced, las dejó tendidas en sus camas
y cerró las puertas con llave. Ni siquiera se molestó en pensar que alguna
podría necesitar algo durante la noche y no podría salir de su dormitorio. La
impunidad con la que jugaba con sus vidas, el sentimiento de odio
injustificado, de envidia malsana y el desprecio por su decrepitud aumentaban
su osadía, hasta el extremo que, de no ocurrir un imprevisto, auguraba la pronta
desaparición de ambas.
Cuando dieron las dos de la madrugada, salió sigilosamente
de la casa por la puerta trasera. Iba envuelta en negros ropajes, que
mimetizaban y confundían perfectamente su silueta con la negritud de la noche.
No había luna y la oscuridad lo invadía todo con su negro manto. Un escalofrío
recorrió su espalda cuando se aproximaba a la huerta de los Moreno.
—¿Qué me pasa esta noche? —se dijo mientras se pasaba la
lengua por los resecos labios—. Estoy asustada. ¡Ojalá que todo salga bien!
Al llegar a la esquina colindante de la finca Bujedos
con la de los Moreno, se paró en seco mientras trataba de serenar los latidos
de su corazón; allí, debajo de las frondosas ramas de un membrillero, camuflada
entre el espeso follaje, intentó reunir fuerzas para terminar su misión. A
duras penas consiguió templar sus nervios, y respirando profundamente, empezó a
subir el balate, que hacía de lindero natural. Esperó un poco mientras
agudizaba la vista y el oído, intentando ver u oír algo, pero todo estaba en
silencio. Envalentonada por la quietud que rodeaba el lugar, siguió avanzando
hasta la entrada de la choza, camuflada debajo del parral y una copuda higuera.
Agachó la cabeza para entrar y entonces fue cuando sintió que algo la golpeaba
contundentemente. Después, nada…