lunes, 17 de febrero de 2014

EL COMPLEJO DE EDIPO



El día que mi suegra, Pura, se murió, un hondo suspiro de alivio salió de mi pecho. Lo dejé escapar cuando Cosme, mi marido, no me miraba. Hubiera sido terrible que se diera cuenta de mi alegría en un momento como aquel. Nuestro matrimonio había sido un calvario por la presencia constante en nuestra vida, de la meticona de doña Pura, una madre chapada a la antigua que, había criado a su único hijo con un complejazo de Edipo de no te menees.  Lo que yo llevaba pasado, solo Dios lo sabe. Ni siquiera entiendo como aguanté tantos años a su lado.
─ Mi madre guisa mejor que tú. Sus albóndigas son insuperables y su ensaladilla rusa…ummmm ¡una delicia! Y las croquetas ¡Ay! las croquetas.  La camisa no está bien planchada, me has hecho dos marcas…. llama a mi madre para que te enseñe. Etc.
 

Siete años con el mismo sonsonete, siete años de aguantar las ganas de mandarle a él, y a su madre, a hacer puñetas y mira por donde, un día se queda dormida y ya no despierta. ¡Dios es justo!─ pensé dándole gracias.
Mi marido lloró a moco tendido durante un mes entero y le guardó luto muchos más, pero yo, me quedé en la gloria. Cuando Cosme se recuperó un poco, hubo que recoger las pertenencias de la difunta de su pisito y haciendo de tripas corazón, le ayudé en la tarea, más que nada, para evitar que me llenara la casa de trastos.
Pude conseguir que no se quedara con la ropa, ni los horrorosos muebles, pero no pude evitar que el retrato de doña Pura, presidiera a partir de aquel día mi salón. Estaba horrorosa; delgadita y arrugada como una pasa, vestida de negro, con su alto moñete y sus crueles ojillos que miraras desde donde miraras, siempre me miraba a mí. Cada vez que pasaba por delante, me daba un repelús y últimamente, se me había metido en la cabeza la idea de que el retrato movía los ojos. ¿Estaría volviéndome loca?

Mis sospechas se convirtieron en certeza cuando mi marido empezó a interrogarme cada día acerca de mis actividades de la jornada. El día que me quedé mirando el trasero del repartidor de butano con ojos admirativos, Cosme lo supo. ¿Y quién se lo había podido decir, si allí no estábamos más que el retrato y yo? Y el día que le puse albóndigas congeladas, harta de que me las comparara con las de la difunta, también lo supo.
─Que pasa contigo ¿no has tenido tiempo de preparar la comida y me pones congelados? Mi madre jamás hizo algo parecido.─ me dijo con la cara congestionada.
Un día, harta de que los ojos de la difunta me siguieran por toda la casa, tapé el cuadro con un trapo negro hasta que llegó Cosme. Bueno, pues lo supo. Él no sabía cómo decírmelo e intentó contar una historia increíble, pero yo sabía que mentía, pues el día que quise darle un beso delante del cuadro, se puso rojo como la grana y me esquivó. Y yo creo que hasta oí el gruñido de disgusto que emitía mi suegra, cada vez que yo le hacía a Cosme algún arrumaco.

¡Con que esas tenemos! No he tenido bastante con aguantarla en vida, sino que también voy a soportarla muerta. ¡De eso nada!
Intenté que mi marido le perdiera el miedo, pero no hubo forma. Él, no consentía besarme ni hacerme el amor en ningún rincón de la casa, salvo en el dormitorio y eso que, yo le provocaba a conciencia, poniéndome atrevidos picardías y adoptando posturitas incitantes, justo en el sofá del salón debajo del cuadro de su madre.
Después empecé a creer que la casa entera estaba embrujada. La almohada que teníamos en la cama, era de su madre y no hubo forma de disuadirle de que dejáramos de usarla. Era nuevecita, de visco látex,  pero no sé porque, me daba muy mal fario. Era como si hurgara en mi mente. ¡Porque vamos a ver! ¿Cómo puede explicarse, que mi marido supiera lo que yo pensaba, cuando hacíamos el amor? El día que estuve pensando en Richard Gere, la almohada se lo chivó.
─ ¿En quien pensabas anoche cuando…ya sabes?─ preguntó con retintín.
─ En ti mi amor ¿En quién iba a pensar? ─mentí descaradamente.
─Pues yo creo que estabas con Richard Gere…no sé por qué será.
─ ¡Bruja!─ insulté a la difunta con todas mis fuerzas─. Te vas a enterar de lo que soy capaz.


Decidí llamar a mi prima Celedonia que era vidente, para que me ayudara a desenmascarar a la difunta; todo a espaldas de Cosme, naturalmente. En cuanto ella entró en la casa un viento helado nos recorrió la espalda y eso, que era verano y el viejo transistor de doña Pura que estaba en una estantería, se puso a funcionar. Intenté apagarlo pero no pude y él solito, cambiaba de una emisora a otra, pero pusiera la que pusiera, siempre se oía la misma canción. “Donde estará mi carro” de Manolo Escobar, la preferida de mi suegra. Terminé estrellando el trasto, contra la pared.
La prima Celedonia me confirmó que el maléfico espíritu de la difunta, se había adueñado de la casa y que sería difícil acabar con él, salvo que hiciera desaparecer los objetos que le habían pertenecido. Entonces decidí darle un ultimátum a Cosme y toda campanuda, le insté a que escogiera; o yo, o los recuerdos de su madre.
Perdí, y él prefirió seguir con su retrato y su almohada y abandonarme a mí. Salió de mi casa con ambos bajo el brazo y una vez desaparecidos, la paz volvió a reinar en ella.  No lo sentí demasiado; la verdad. El butanero me había guiñado un ojo vario veces y pronto me subió algo más que el butano. Claro que, lo primero que le pregunté, es si tenía madre y si era hijo único.

─Tranquila Lola,  que mi madre vive en Almendralejo con mi hermana y no le gusta Madrid.

Debo decir que ahora beso a mi chico donde me apetece y los únicos ojos que me siguen en mi casa, son los suyos.
 
FIN